
El 11 de julio tuvo lugar un hecho histórico: la selección española de fútbol ganó el mundial de Sudáfrica, es decir, el primer mundial. He tardado una semana en afirmarlo, pues, como dijo el héroe de la final, Andrés Iniesta: “No sabemos la que hemos liado”. Y la verdad que uno todavía no se cree, que por fin, hayamos ganado algo así.
Cuando en el minuto 116 Andrés Iniesta, ese joven tímido de Fuentealbilla, empalmó ese balón introduciéndolo dentro de la portería de Stekelemburg, ninguno de los que estábamos viendo ese partido éramos conscientes de lo que había pasado. Pero nuestro instinto y nuestro cuerpo, sí sabía lo que había pasado. Al unísono, gran parte de las gargantas españolas de todo el mundo gritaron una sola palabra: “¡Gol!”. Además, nos abrazamos, nos empujamos, algunos hasta lloramos inconscientemente de felicidad. Todas las barreras que nos separan normalmente (ideales, color de piel…) se vinieron abajo cuando ese balón entró en la portería holandesa.
Con ese gol, se ponía fin a toda las maldiciones que acompañaron a España a lo largo de la historia en los campeonatos del mundo: fallos arbitrales, goles fantasma, fallos clamorosos, codazos… Por fin el fútbol fue justo y recompensó al que más se lo merecía. Muchas generaciones crecieron y vivieron con la tristeza de ver como otros países ganaban un torneo que hasta ese domingo de julio, no era más que un sueño inalcanzable. Solo así se puede entender la felicidad que se veía reflejada en cada español.
Al final del partido se desató la locura en todos los lugares del mundo. Toda calle se vio llena de banderas e inundada por una marea roja que gritaba “Campeones, Campeones”. Todo el mundo estaba orgulloso de nuestro país. Nos olvidamos de la crisis económica, de partidos políticos, de formas de gobierno… Habíamos alcanzado la cima del mundo, y eso era lo único que importaba.
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